El evangelista Mt. 18,15-20, nos presenta la corrección fraterna. “Si tu hermano te ofende, ve y corrígelo, tú y él a solas (v. 15, Lev 19,17-18). Si no te hace caso, hazte acompañar de uno o dos, para que el asunto se resuelva por dos o tres testigos” (v. 16, Dt 19,15; 1 Cor 5,5 ss).
Es la comunidad cristiana la que tiene que ayudarnos a madurar.
Todos somos pecadores y necesitados de un cambio de vida y de actitudes. Descubrimos la misericordia de Dios, cuando la comunidad cristiana nos ayuda a descubrirla.
Jesús siempre tuvo delicadeza y tacto para corregirnos, porque conoce lo profundo de nuestro corazón. Rompemos la fraternidad en el mal trato a las personas, la indiferencia e incomprensión familiar, la falta de responsabilidad en el trabajo, la falta del respeto a las leyes cuando les conviene a los grupos de poder. Cada creyente tiene que ser el vigía de su hermano. Porque hay actitudes de muerte y de vida. Dios ama la vida, quiere la vida de todos, porque justicia y vida nos conducen a la felicidad, nos recuerda Ez 33,7-9.
“Los hombres desprecian de tal modo la medicina del perdón, que no sólo no perdonan
cuando se les ofende, sino que tampoco quieren pedirlo cuando ellos pecan. Penetró la
tentación y se apoderó la ira de ellos” (San Agustín).
Pedir perdón y corregirse nace del amor a sí mismo y a los demás para ser libre, madurar, apreciar y reconocer los dones que Dios ha puesto en cada ser humano. Una comunidad cristiana, crece, cuando todos sus miembros están preocupados por la madurez y crecimiento de los demás, en defensa de la vida, la ecología, la defensa de los derechos humanos y la atención al pobre.
La comunidad tiene el poder de “atar” (v. 18), cuando hay signos de reconciliación, de sanación de heridas y de reparación por la vida y dignidad humana.
“Quien ama no hace mal a su prójimo, por eso el amor es el cumplimiento pleno de la ley” (Rom 13,10). Atamos, cuando procuramos que el otro crezca en todo su desarrollo integral como persona, cuando lo amamos y procuramos el bien. El Evangelio es vida, verdad, paz, justicia, reconciliación, solidaridad que nace de la comprensión y de la ternura de un Dios amigo y cercano. Celebrar la eucaristía es vivir en serio la solidaridad y fraternidad y no mirar al otro con indiferencia. Muy bien decía San Cipriano: "Cuando los ricos no llevan a la misa lo que los pobres necesitan, no celebran el Sacrifico del Señor.
Una comunidad cristiana se caracteriza por su espíritu de oración: “Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos” (v.20). Jesús está con nosotros, cuando sabemos agradecer esta bondad y generosidad de Dios, en cada ser humano, en especial los humildes y los excluidos. ¡Cuánta fe y ejemplo de vida nos ofrecen los pobres: Mamá Angélica, la mujer ayacuchana que luchó en la búsqueda de los desaparecidos, que alimentó y cuidó de tantos huérfanos, víctimas de la violencia. Ejemplo de fe en defensa de la vida de los secuestrados y desaparecidos. Una comunidad entra en comunión con Jesús con la lectura orante de la Palabra, hecha comunión en la celebración eucarística y en la solidaridad compartida con los pobres. Henri De Lubac decía: “Si yo falto al amor o falto a la justicia, me aparto infaliblemente de ti, Dios mío y mi culto no es más que idolatría. Para creer en ti, tengo que creer en el amor y en la justicia; vale mil veces más creer en estas cosas que pronunciar tu nombre. Fuera de ellas es imposible que te encuentre; y quienes las toman por guía están en el camino que lleva hasta tí” (Fr. Héctor Herrera, o.p.)